Testimonio de dos niñas subastadas
Fotografía: El Tiempo
Cada tanto, hombres en moto patrullan sus casas para amedrentar a sus familias y evitar que contacten a las autoridades, que, además, no hacen mucho por su protección, a pesar de las denuncias presentadas. Aquí cuentan cómo las contactaron, cómo fueron secuestradas y cómo sufrieron continuas violaciones por parte de varios hombres, en un relato de pesadilla.
«Todo empezó en mi colegio. Una de mis compañeras me decía que quería ser mi amiga, hablábamos mucho y me invitaba a comer, era amable, me contaba si tenía novio y así me preguntó si yo tenía… y si era virgen». Natalia vive en la comuna oriental de Medellín y tiene catorce años. En 2012, durante la Feria de las Flores, fue secuestrada y subastada. No puedo verla, porque me dice que cualquier contacto que tenga con alguien ajeno a su familia puede ponerla en grave peligro. Por eso, me escribió una carta con tinta morada en las hojas arrancadas de un cuaderno cuadriculado que, en sus bordes, lleva por decorado la silueta de Campanita, la amiga de Peter Pan.
«Pasaron algunas semanas y me dijo que me regalaba ropa y un celular que ya no usaba. Acepté ir a su casa y no sé qué pasó. Ella cambió totalmente. Se puso seria y al momento llegó un muchacho. Hablaron en secreto, murmuraban y reían. Él le entregó un paquete y ella preguntó si estaba todo. ‘Claro, como siempre’, contestó. Ella se ríe y dice ‘es toda boba’. Llama, dice, ‘entren’. Eran dos hombres más. ‘¿Qué sucede?’, pregunté asustada. Ella contesta, ‘nada, deje de preguntar bobadas'».
–Estaba fichada por una niña del colegio –me cuenta furtivamente Margarita, la hermana mayor de Natalia, a través de una inestable llamada por celular. Margarita dice que tampoco puede tener contacto con extraños, y esta llamada, desde la esquina de un callejón cerca de su casa, la pone extremadamente nerviosa–. Nos llegó una carta que decía que no podíamos denunciar y que teníamos que quedarnos callados o si no la niña iba a sufrir las consecuencias. Hombres en moto, con el casco puesto, empezaron a rondar la casa.
Al caer la tarde, el Parque Botero empieza a llenarse de oficinistas que van hacia sus casas y caminan entre las estatuas. También se llena de niñas y adolescentes, zapatos tenis, shorts que hacen honor a su nombre, ombligueras de tonos pasteles, que a veces combinan con una boina o una gorra. Niñas que conversan en grupos de a tres, de a parejas, observadas por algún joven de camiseta manga sisa. Niñas que no llevan cartera, no van a ninguna parte, no vienen de ningún lado. Las menores cada tanto les hablan a los hombres que pasan, les piden una moneda presionando sugestivamente los dedos en sus manos, algunas caminan una y otra vez el circuito de Carabobo, la catedral y el Parque Lleras, otras bajan furtivas al respaldo del Museo de Antioquia, donde sonríen y conversan en las puertas de los bares o se recuestan, solitarias, a oler pegante contra la pared del parqueadero del museo.
Bajando por la calle de Greiff el ambiente se pone más pesado, el vaho que sale de las bocas de los bares hace una atmósfera brumosa. Adentro, el striptease es frontal, completo, solo quedan los tacones que uniforman a mujeres de todas las edades. Estos bares son un destino común para víctimas de trata, que vienen de redes encabezadas por los jefes de los «combos» de los barrios periféricos de la ciudad. Las niñas llegan con frecuencia en los buses de los barrios Popular 1 y Popular 2, que vienen de oriente, o en Metro, de los barrios de la comuna 13 o la comuna oriental, y de municipios como Itagüí o Bello. No es normal que adolescentes solas vengan a Medellín a bajarse a la estación Prado, en donde no hay nada turístico, o educativo, pero sí están cerca todos los bares. La zona también está llena de hoteles y pensiones, claramente rentables. Por ejemplo, un hotelito, que modestamente anuncia tres estrellas, tiene una cancha de fútbol en la azotea.
El Parque Berrío también está lleno de niñas, que en shorts y maquillaje excesivo cargan un termo de café. Con esa excusa se acercan a hombres y turistas que pasan por el parque. Es muy fácil diferenciarlas de las señoras que no están ahí con motivos ulteriores, o quién sabe, lo cierto es que los vendedores de café de la plaza –casi 80 % de las mujeres que ocupan el espacio– superan con creces a la demanda de café, y no se ven más de cinco tomando café. Al costado de la iglesia de La Candelaria están todas las ventas de porno pirata en donde se consigue de todo, hasta zoofilia. Para comodidad de los clientes, bajo el resplandor rojo de las cabinas telefónicas del corredor de Carabobo se encuentran a la mano los anuncios de bares de striptease y prostíbulos «Club de amigas sexy’s, llame ya». Comida, plazas, museos, obras de arte, artesanías y mujeres, todo en el mismo lugar, perfectamente mercadeado, a la mano del turista.
En toda la zona, y desde las calles Colombia y San Juan, no se ven habitantes de la calle ni personas mendigando. Me explican que es por los combos. Solo en el centro hay 42 ubicados, y está claro que mantienen el control de la zona y probablemente el de las redes de trata. La policía también está presente. Se los ve en todas partes, charlando por los bares de la avenida de Greiff, en el CAI del parque de la catedral frente a espesas nubes blancas de humo de marihuana, riendo a unos metros de las niñas que casualmente abordan a los turistas en el Parque Botero. Según el informe de 2013, sobre la situación de los derechos humanos en Medellín, las zonas de mayor prostitución infantil son las comunas 4 y 10. Su número se calcula entre 400 y 500 niñas.
«Me cogen a la fuerza, me tapan la boca, y me suben a un carro que está en el garaje. ‘Quédese callada, mamacita, o su familia se muere. No la quiero lastimar porque el patrón me la cobra. Él ya la vio, la quiere. Usted ahora le pertenece’, o algo así me dijo el muchacho. Estaba acostada en el piso del carro llorando. El miedo era muy fuerte. Mi amiga, o eso era lo que yo pensaba, comentaba de tras niñas. ‘Pare, acá tengo a dos más’. Me taparon la cara y no las pude ver, pero una olía feo, como si estuviera orinada, y me imagino que así llegamos las tres, del susto, porque no pararon el carro y fue mucho tiempo de recorrido…, o los minutos y horas se hacen largos por el temor de no saber qué pasará. Cuando nos bajaron del carro pude ver una gran casa, árboles, piscina y hombres jóvenes. Me tapan. ‘Mire, linda, no se busque que le pegue’. Me llevan a una pieza, las ventanas están selladas con madera. Tablas. Igual el baño. Cobija y ropa en la cama. El muchacho me dice ‘báñese y póngase linda, porque le traen comida’ y el tiempo se hizo eterno. Hombres y una mujer me cuidaban en la pieza, nunca estuve sola. Los hombres me asustaban pero nunca me trataron mal. Solo decían ‘haga todo lo que se le dice o su familia paga, recuerde eso’. Uno de ellos me secó las lágrimas y me miró con tristeza. Me paré asustada más de lo normal, me encerré en el baño y cuando llegó la comida había otro hombre. En otros momentos llegaba una señora y me peinaba y me pintaba», relata Natalia, quien le contó a su hermana mayor que podía escuchar a varias niñas sollozar en otros cuartos, pero que nunca pudo verlas.
«Cuando una niña lloraba ella salía y al rato regresaba a seguir arreglándome. Siempre me decía ‘mamita, no llore que se pone fea, tranquila’. En ocasiones la escuchaba gritar ‘¡estoy cansada de esas hijueputas, malparidas, que chillan todo el tiempo! ¡No me pagan por aguantármelas. Cállenlas o no respondo!’. También me tomaba fotos. Trataba de estar despierta, pero el cansancio me podía. Creo que en ocasiones dormía por mucho tiempo».
–Se la llevaron cinco días –me cuenta Margarita por teléfono–. Natalia no sabe cuánto tiempo fue porque parece que la drogaban para dormir, pero debió de ser en una finca en las afueras porque el lugar era grande y ella dice que escuchaba a los pajaritos.
«Llegó el día. Entraron tres hombres, me miraron. Nos llevaron al carro. Éramos seis o siete que íbamos en un carro como de transporte escolar. Acostadas. En algún momento una empezó a toser seguido como ahogándose. Era morena. Nos hicieron sentar y puedo ver la calle Oriental, el comando de policía y la iglesia San José. Me halaron del pelo. ‘¿Qué mira, perra hijueputa?’. Me tiraron al piso de nuevo. Después, el carro paró rápido. De nuevo, una pieza con baño, mucha luz. ‘¡Vístase!’. La mujer me peina y maquilla. Entran hombres. Salen. Uno entrega un paquete. Hablan. No se escucha lo que dicen. Me miran y él entra. Alto, mono, acuerpado. Cierran la puerta. No entiendo lo que dice, es un gringo. Fui violada. No sé cuántas veces. Me pegó, grité, pero nadie llegó. La mujer que me bañaba metió en bolsas las sábanas con sangre. Lloré y dormí. Me despertaron con comida y ropa. Y otro hombre. Un señor costeño. Y otro joven asqueroso. No sé si esto pasó el mismo día porque como antes, en ocasiones dormía mucho. Quizás nos drogaban. No lo sé». Al contar esto, la letra de Natalia se distorsiona. Finalmente, el calvario terminó:
«Llegó el momento. Me bajaron del carro frente a la puerta de mi casa. Más y más amenazas. Mi hermana me abre. Creí que iba a morir en ese momento, porque siempre me decían que me matarían en cualquier momento. Solo quería bañarme y dormir».
–La dejaron en la puerta como a las 2:30 de la mañana –cuenta Margarita–. Sentimos un carro muy ruidoso. Tocaron la puerta duro. Me asusté. Miré por la ventana, abrí la puerta y el carro arrancó. Se hizo una moto frente a la casa con dos tipos, ambos con el casco puesto. Natalia llegó a bañarse y a dormir. No había comido mucho. Durmió mucho. Un día entero. A los seis meses nos mudamos a otra casa a las afueras del barrio, pero ahí también llegan los tipos en moto.
«Hoy sigo amenazada», continúa Natalia. «Mi familia lo perdió todo, mi madre está enferma y la echaron del trabajo. Mi papá está destrozado y mi hermana apoyándonos. No me interesa estudiar ni salir. Por las cortinas veo motos y gente mirando día y noche.
No se puede denunciar, nos matan si saben que hablamos. Quiero irme lejos con mi familia, salir de Medellín. Pero con qué, si en ocasiones no hay para comer, menos para hacer otra vida. La psicóloga no volvió. No se puede pagar o la hicieron ir, porque tampoco llama».
–Natalia no quiere salir de la casa ni estudiar –explica Margarita–. Llora mucho, se mantiene encerrada, no habla con nadie. No podemos ir ni a la Fiscalía ni a la Policía, eso se lo repitieron a ella mucho –al decir esto, Margarita se pone aún más nerviosa–. Me dice que tiene que colgar, que acaba de ver pasar una moto, que lleva en el mismo lugar hablando mucho. Sin muchos preámbulos la llamada se corta.
En el final de su carta, Natalia vuelve a hablar sobre su compañera de colegio: «Hace semanas o meses, no sé, mi mamá estaba enferma, y salimos al centro de salud de urgencias. Y la vi. Con el uniforme. Le estaba entregando un paquete a un policía. Desde la patrulla me mira y me hizo señas con el dedo de que me quedara callada, y luego se llevó el dedo al cuello. Entonces me tiró un beso. Los nervios no me dejaban mover las manos. Ya éramos dos en urgencias».
Existen dos tipos de subastas, que en ocasiones son complementarias. La subasta física, en la que los hombres visitan a las niñas secuestradas en grandes casas de muchos cuartos y eligen a dedo, o la virtual, en la que hay pujas por cortos períodos de tiempo en redes sociales, en las que los victimarios participan con un pin y las escogen mirando un catálogo de fotos que los secuestradores han preparado, como si fueran a vender a las niñas en eBay. El precio, que va desde un millón hasta siete millones de pesos, tiene dos variantes. Uno es el aspecto físico de la niña, que, por ejemplo, en este momento hace que las más cotizadas sean las morenas, o niñas de piel blanca y pelo largo y muy oscuro. Los consumidores buscan «la belleza latina» que tanto anuncian nuestros comerciales institucionales buscando estimular la inversión extranjera. Las paisas también están cotizadas, a tal punto que jóvenes de otras regiones como Cali y el Caribe fingen el acento antioqueño que varias modelos han convertido en un cliché erótico. La segunda variante es la primera y segunda venta. Después de una primera subasta en la que la niña «pierde su virginidad», pueden seguir otras dos en las que se reduce un poco el precio.
En «tiempos de Pablo» –como se refieren en Medellín a Pablo Escobar, que mandaba a pedir niñas de las veredas, que nunca volverían a sus casas–, un grupo de jóvenes llamados Los Señuelos ayudaban a secuestrar niñas vírgenes entre los doce y los diecisiete años, la mayoría de las veces conquistándolas. Otra práctica común era secuestrar a las jóvenes y, además, a los jóvenes –en tiempos de Popeye y Carlos Lehder, se dice que para ser violados por ellos mismos–. Nunca regresaban, pero las familias recibían una «compensación».
Hoy en día los grupos amenazan a las familias para que «cuiden» a las niñas, es decir, mantengan su virginidad intacta para cuando sea el momento de subastarlas a clientes, en su mayoría extranjeros. El poder tener una serie de víctimas en «engorde» hasta el momento de ofrecerlas muestra la alta sofisticación de esta práctica. Durante este tiempo le dan dinero a la familia para que «tenga bien a la niña» y a veces se negocia un valor adicional «en compensación» por la subasta. Otras veces basta el miedo para tener bajo control a la niña y a la familia. Otra modalidad consiste en secuestrar a la niña, sin más, para después venderla a una red de trata o que la red la secuestre directamente, una vez ha sido identificada por un informante.
En septiembre pasado, la Corporación C3 hizo una denuncia que fue divulgada por el periódico El Colombiano. La investigación fue realizada durante ocho meses por un sociólogo, un antropólogo, un trabajador social, una creativa y un pedagogo. Rápidamente, el tema tuvo eco en periódicos internacionales, como The Independent, y la denuncia tomó matices políticos, porque Luis Guillermo Pardo, presidente de la corporación, es a su vez vocero del movimiento político independiente Firmes por Medellín, el movimiento de Luis Pérez Gutiérrez. «[Pérez es] el candidato que perdió la Alcaldía con Aníbal Gaviria y que hasta el momento no lo ha aceptado», dijo Jorge Mejía, secretario de Gobierno de Medellín, al periódico El Tiempo. Por su parte, Luis Fernando Suárez afirmó en entrevista a Semana.com: «No nos interesa ocultar la problemática. Sí hay explotación de menores en Medellín y el primer camino para solucionar el problema es reconocerlo. Lo que se puede cuestionar es la dimensión que se le da al tema en el estudio, pero sí nos prende una alerta y nos obliga a indagar y exigirles resultados a autoridades competentes como la Policía y la Fiscalía».
En materia legal, se puede decir que en 2005 el Congreso aprobó la Ley 985, en la que se adoptan medidas contra la trata de personas. Tres años después, en Antioquia se creó el Comité Internacional de Lucha Contra la Trata de Personas. Y en 2009, el Comité Interinstitucional de Trata de Medellín. La Secretaría de Bienestar Social de la Alcaldía de Medellín tiene un contrato con la Universidad de Antioquia para la atención y restablecimiento de derechos vulnerados a las niñas y acompañamiento a las familias. Es claro que las políticas públicas para combatir este fenómeno son insuficientes e ineficaces. La Policía y la Fiscalía tienen la tarea de depurarse internamente y entrenarse para perseguir a estas redes de manera eficaz e, independientemente de que se inicien o no procesos penales, si las víctimas deciden colaborar como testigos, debe quedar claro que este es un serio problema de violaciones de derechos humanos, un tema que exige una política nacional. Las niñas no solo sufren el secuestro y la violencia sexual, sino que el silencio que se impone sobre ellas y sus familias las convierte en víctimas de nuevo y hace que sea imposible denunciar. De esa manera, el control de los victimarios se extiende a todos los ámbitos de la vida privada y cotidiana y se perpetúa la impunidad de estos crímenes.
–Veíamos que el señor estaba rondando y rondando como acechando a la niña, desde el 1 de diciembre. Marianita tenía once años –cuenta Martha, la tía de Mariana, otra niña subastada en Medellín–. Un día después de una novena hubo un problema con mi hermano y ese tipo, porque vimos que se quería llevar a la niña. El tipo amenazó a la niña de tal manera que ella al día siguiente accedió a verse con él y ahí se la robó. Estuvo tres meses secuestrada. Yo toqué muchas puertas de la Fiscalía en Aranjuez. Se puso en la policía la denuncia correspondiente y esperamos las 72 horas, y después más, y así fue pasando el tiempo. Remitieron el caso al búnker de la Fiscalía. Hubo denuncia en Bienestar Familiar, pero nunca nadie hizo nada. Mariana cuenta que la tuvieron encerrada en varias casas, el primer mes le traían comida y ropa y no le tocaron un pelo. El segundo mes fue diferente. Dos hombres empezaron a violarla. Al parecer, no habían podido subastarla y decidieron retenerla solo para ellos. Dice que la mantenían en una piecita, encerrada y amarrada. Poco a poco fueron cogiendo confianza y le soltaron las manos, y después los pies. Los secuestradores no cocinaban, así que le ajustaron un fogón en la habitación, y le tiraban plátanos o papa para que ella se las arreglara con su propia comida. A veces la amarraban todo el día a un árbol para que tomara el sol. Le pegaban por todo y, sobre todo, le cortaban su amado cabello a trozos para castigarla. Mariana no podía hacer mucho frente a los castigos. Cuenta que a veces llegaban borrachos y drogados y la ponían a hacer cosas que ella no sabía. Entonces, de nuevo volvían a pegarle.
–Una señora se me acercaba en el paradero de bus y me decía «quiubo, ¿ya encontraron a Mariana?». Así, pasito. Resultó que la señora era como que tía de uno de esos tipos que era muy malo. Me daba algo de información sobre la niña a cambio de plata. También les vendía almuerzos a los policías. Ella me llamaba y me decía «Yo sé dónde la tienen», y me daba una dirección. Varias veces llegaba hasta la puerta de los lugares que decía y de allá llamaba al fiscal. Yo tenía su número guardado. Lo llamaba y le decía «quiubo, estoy aquí frente a la casa, vengan que yo no puedo entrar sola», y él me decía que ya estaban en camino. Una vez estaban al lado, cuando tenían a la niña en un lugar cerca de la Casa Museo Pedro Nel Gómez. Además, yo sabía quién era el tipo y le decía eso al fiscal, pero tampoco hacía nada.
Con disimulo, Mariana fue buscando una tabla que cediera en la ventana. Un día en que la cuidaba solo uno de los tipos, zafó la tabla y salió corriendo hasta un CAI.
–Ahí sí los policías salieron corriendo –cuenta Martha, y continúa–: no podemos salir del barrio. Yo he vuelto a ver a ese tipo rondando y llamo al fiscal y tampoco hace nada. Hoy Mariana está en la casa, tratando de olvidarse de eso, va acompañada al colegio y eso es todo. Ni la policía ni nadie la está cuidando. Mi hermano llamó a decirles «miren lo que pasó, hay un peligro latente para esta niña». Le contestaron, «tranquilos que no va a pasar nada. Más bien, cuídela mucho, y cualquier cosa nos llama».